A lo largo de su dilatado recorrido como profesional, Emiliano Martínez se cruzó con una innumerable cantidad de compañeros arqueros. Los locos, los solitarios, aquellos que siempre quedan más expuestos cuando la cosa va mal adentro de una cancha. Joaquín Pucheta fue uno de los primeros que se entrenó a la par del Dibu en el predio de la AFA en Ezeiza, más precisamente en la Sub 17 de la selección argentina. Si bien estuvo a la sombra y fue suplente del golero que se consagró en Qatar, el chaqueño surgido en la cantera de Lanús hizo carrera y hasta hoy se mantiene vigente en el Ascenso. “Yo llegué porque era un villero, un cabeza de tacho al que no le importaba nada”, es una de sus cartas de presentación. Una historia paralela que amerita ser contada.
La familia Pucheta se mudó en 1996 de Villa Ángela, Chaco, a Buenos Aires en busca de más oportunidades. Joaquín heredó el amor por el fútbol de su padre, Andrés, que en los ratos libres que encontraba se prendía a atajar en algún picado de barrio por la zona Sur del Conurbano bonaerense, donde se instalaron. Y no fue el único, ya que su hermana Ailén también juega profesionalmente. Mucho antes de ser convocado para las juveniles de la Selección, Puche se inició en el baby fútbol del Club Sampdoria de Temperley, probó suerte como volante central en Boca hasta que los gastos en transporte para viajar al entrenamiento hicieron que la economía familiar sucumbiera y así recaló en Lanús, que lo fue a buscar todavía como jugador de campo.
“Hasta los 11 años jugué en el medio, era un cinco rústico. Pero yo era medio vago y, cuando vi que en Lanús había que correr y saltar vallas, no quise ir más. Mi viejo me convenció para que probara en el arco y me gustó. Ahí empezó todo”, es la punta del hilo de la trayectoria profesional de Pucheta, que pasó del amateurismo del baby a la estricta organización de un club granate que venía dando pasos importantes respecto a infraestructura y orden como institución. Se adaptó al nuevo puesto en la cancha sin perder los rasgos por los que había sido convocado. En Novena División sintió que la cosa se ponía seria y ese fue el preámbulo para el año siguiente, donde su vida cambió radicalmente.
En pocos años, aquel niño chaqueño algo pachorriento que metía más de lo que jugaba en la mitad de la cancha, pasó a ser uno de los arqueros de la Primera de Lanús y promesa en la Selección Juvenil Sub 17. “Yo era un villero, un cabeza de tacho al que no le importaba nada. Siempre fui al frente en todas las canchas. Creo que eso era lo que más llamó la atención de mí, la personalidad. Y además me gustaba jugar mucho con los pies; la pegada es uno de mis fuertes”, repasa las credenciales que según él lo llevaron al salto vertiginoso que dio por los años 2008 y 2009.
A los 15 años, Luis Zubeldía lo convocó para realizar la pretemporada en Córdoba con el plantel profesional: “Yo no entendía nada. En la primera cena, me agarré una milanesa con papas frítas. Los más grandes me cagaron a puteadas. Ahí estaban Chiquito Bossio, había llegado Mauricio Caranta, Agustín Marchesín y Esteban Andrada”. Además de haber sumado esa valiosa experiencia con jugadores de trayectoria, a Pucheta le notificaron que lo seguía el cuerpo técnico de las Juveniles nacionales y la convocatoria era inminente. El día que se lo comunicaron en Lanús, viajó llorando hasta su casa para contárselo a su papá. Aquel abrazo de emoción fue eterno.
Si todavía alguno dudaba del cierto grado de locura que saca a relucir el Dibu Martínez cuando ataja, seguramente se haya terminado de convencer con las tandas de penales ante Países Bajos y Francia en el Mundial de Qatar. “Los arqueros están locos”, reza un viejo axioma futbolero. En el caso específico de Pucheta, se traducía en el alto nivel de competitividad y compañerismo: “Soy ganador, desde muy chico. No me gusta perder ni con mi mujer cebando mates. Tampoco me gustaba que tocaran a mis compañeros, eran como mi familia. Si veía que alguno se peleaba, era capaz de irme de un arco a otro para defenderlo. No me importaba nada, se me borraba la mente”.