Es casi una estampita de la madre definitiva. Mauro Icardi mira embelesado y en sus brazos, a la altura del pecho, como un recién nacido, a esa que se hizo famosa quince años atrás como la Virgen Wanda. En medio de los dos brilla sin sutilezas ese tercer elemento que marca el precio a la reconciliación: un anillo que le subirá la vara sin querer a todos los infieles en busca de perdón. Para evitar tentaciones, el delantero del PSG ahora sólo sigue a su mujer y manager en la cuenta de Instagram a la que subió esa foto el domingo pasado, a la hora en que en todas las mesas y chats del país hablaban sólo de ellos y de la “zorra” que “se metió” entre los dos, tanto o más radiante que cualquier anillo.
Wanda ni siquiera tuvo que nombrar a la China Suárez. Le bastó con dejar de seguirla en esa red social y escribir la frase clave: “Otra familia que te cargaste por zorra”. Como si resignificara el viejo claim de Paris Match, “el peso de las palabras, el impacto de las fotos”, lo que hizo y hace de Wanda Nara una distinta, lo que antes era una chica de tapa, y hoy son cientos de clickbytes, es su capacidad innata para vender un personaje al que le pasan las mismas cosas que a cualquiera y que la mayoría no se anima a mostrar –como que le metan los cuernos, sufrir, y querer desquitarse–, y otras absolutamente extraordinarias –como poder enojarse y tomar un avión privado a Milán, y que el marido castigado la persiga y le entregue en sacrificio una joya que podría resolvernos el presente y el futuro a varios de los que en los últimos días le agradecimos este descanso de la realidad en la recta final de una campaña que no nos ilusiona porque no nos va a cambiar la vida, y menos tanto como para poder tomarnos un avión cuando nos engañen–.